sábado, 26 de julio de 2014

LAS COSAS.


Me acompañan, me acompañan siempre, últimamente;
son mis cosas, mis sillas, mi sofá, mis mesas, mi cama…
Antes no las veía, estaban ahí y creo que a veces me golpeaban
intencionadamente para hacerse notar, y es que …
me sobraban las cosas, me estorbaban, no entraban en el pequeño hueco
donde cabían las risas y retumbaban las voces.

Ahora se han quedado solos, también ellos,
 y han cobrado un papel protagonista;
lo sé, porque ahora los miro más, a veces hasta demasiado.
Pero… no, sólo son cosas, digo, ¿Sólo cosas?
Algunas son como sagradas, inviolables ¿Tirar eso? ¡Estás loca!
Era de nuestra querida madre.
¡La alfombra de la tía! ¡el reloj de pared! Recuerdo de… ¿De quien?
¡Es igual! No se tira y punto. ¡El dormitorio! ¡Qué recuerdos!
Cómo puedes pensar en desprenderte de algo así.
¿No tienes corazón?

Total, que todo son reliquias, y por eso a veces compro cosas,
porque es como tener nuevos amigos en la casa.
Algunas están tan transformadas que no parecen ni ellas;
la mecedora parece una prostituta barata con su trapo rojo
y de los candelabros, ni hablemos,
han pasado de dar miedo a dar llanto
con sus  cirios chinos y llamativos.
Del espejo espero hasta fantasmas,
y yo creo que no salen porque está lleno de fotos
que miran entretenidos.
Y es que hay que adaptarse,
les digo yo a mis pobres antiguallas asombradas;
hay que ir con los tiempos.
Mi estilo ha hecho escuela,
mi vecina ha reciclado la lámpara del salón
y ya es una auténtica araña negra amenazante
sobre una vieja mesa recién lacada en blanco.
A veces pienso… sólo a veces,
¿No será mejor, dejar a las cosas que sean lo que son?
y que mueran dignamente con sus polillas altas.

Cuando veo las casas modernas,  me dan pena;
esas casas sin tías, sin madres, sin abuelas,
sin huellas, sin vestigios.
¿Me dan pena? Yo creo que no,
pero el que no se consuela, es porque no quiere.
Bueno, esto es todo, lo dejo,
me está llamando achacoso el orejero. 



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