Uno entra en un velatorio con
sigilo,
con solemnidad y hasta un poco de
temor
como se entra a un amor tardío.
La gente se besa, hay cruces de
manos
y hasta alguna tímida sonrisa.
Las ojeras revelan noches en vela
y lloros de clarines en la
madrugada.
El dolor hace presagiar días de
frío,
bufandas enrolladas en la garganta,
calcetines.
Los muertos tienen los ojos
cerrados;
así que no me ven. Si no me ven
no saben que les miro,
ni pueden leer los versos.
Cierro los ojos, no veo nada,
yo tampoco puedo leer;
si no leo estaré muerta, pienso.
Los abro con impaciencia
como a las hojas de un libro.
Al fondo alguien cuece una
historia
que resucita a los muertos.
Las palabras tienen sabor amargo,
soso, dulce, picante, salado;
se expanden por el pasillo,
por las habitaciones,
corren como un patinete,
vuelan como una cometa
y se cuelgan de los periódicos,
de los libros,
como los aretes de las orejas,
como las chaquetas de los hombros.
De la cocina viene un intenso
aroma a café.
Las penas se orean,
como los manteles al viento.
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