sábado, 26 de julio de 2014

EL CUENTO DE LA SEÑORA BENIGNA.



Las cerezas de la señora Benigna
brillan todos los años,
es igual que sea invierno que verano
que les dé el sol o la sombra
o el charol de la noche.

Las manzanas de la señora Benigna,
son como las manzanas del cuento;
rojas, espectaculares, provocadoras.
Esta mujer, ni bruja ni maligna
es ella, sólo ella, la señora Benigna.
Las frutas de su vidriera dan el pego,
centellean, relumbran,
iluminan el humilde escaparate,
como las eternas sonrisas con su cuento inmortal.

Pero un día hace muchos, muchos años
cuando las manzanas nacían en los árboles
y caían golpeadas por el viento,
la señora Benigna, ni bruja ni maligna,
con su dedo alargado
apuntando a la nariz de los mocosos
avisó del engañoso brillo,
del mentiroso reclamo  de sus frutos.

Entonces aprendí, hace ya mucho tiempo,
cuando en los campos de mi barrio
crecían los frutales,
y los lirios perfumaban los delirios;
entonces, sí, entonces me enteré
del tramposo esplendor eterno de las cosas.

Y así, muy de repente, me hice adulta
porque uno siempre se hace adulto
cuando se desenamora
y yo lo hice de las manzanas,
de las cerezas sin sombras de mi calle,
y de todos los falsos lustres ilustrados.

Por eso también, a partir de entonces,
mi espíritu se ablanda,
se enternece, se arruga como una manzana,
se endulza como una cereza,
cuando la señora Benigna,
ni bruja ni maligna,
camina hoy, paso a paso, cogida de mi brazo.

Sí, como cuando en los campos de mi barrio
crecían los frutales
y los lirios perfumaban los delirios.


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