Siempre había un
calcetín rebelde
que abría su boca
por el dedo gordo
para protestar del
abuso al que era sometido,
de las largas
caminatas, del uso continuado.
Cuando abría el molesto
boquete, estaba el huevo,
era un huevo de
madera
expresamente ideado
para coserle la boca.
El calcetín con su
agujero
era sometido a la
tortura del temible huevo,
donde era zurcido
repetidas veces
hasta que el agujero
era tan gordo
que cavaba su propia
tumba.
Recuerdo aquel pérfido
huevo en mi casa, como si fuera hoy,
en una época en la que
había pocos huevos,
para echarse a la
boca y para echarse a la calle.
Pero pasó el tiempo y
llegaron nuevos aires
que hicieron volar
los agujeros del calcetín
y con ellos,
también al diabólico huevo.
Los nuevos calcetines
eran enviados al paraíso de la lavadora
donde se emparejaban
y desemparejaban a su antojo
hasta desaparecer
feliz y misteriosamente.
Así en ese
libertinaje de voluptuoso desatino
el huevo perdió su
siniestralidad
a la espera de ser
rescatado de alguna alacena olvidada
donde permanece
mezquino y expectante
para terror de los inocentes
y distraídos calcetines.
No sé si fue antes
el patibulario huevo
o el aventurero agujero
pero una vez me dijo
alguien
que había remedios
peores que la enfermedad.
Está visto que no
soy un cuento,
ni un verso, ni por
supuesto un poema,
podría ser, si
acaso, algún recuerdo,
pero sólo soy un
agujero del calcetín,
un poco preocupado
¡Claro está!
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario