Bajó un día la esperanza a la
orilla del río,
buscando un respiro carente de
congojas.
Esperaba ver una botella con un mensaje enamorado,
un madero, que mecieran las
aguas, en su cuna romántica.
Bajo un día la esperanza en la
noche cerrada,
buscando un mendigo de ojos temblorosos
sin nombre y apellido en la
memoria,
que le cantara una nana de labios
olvidados.
Esperaba un sigilo, una intriga
cómplice,
un eco sabio y cantarín,
un resquicio de algo donde
apoyarse un rato.
Sólo estaban las aguas
con sus reflejos de farolas como
puntos suspensivos.
Esperaba encontrar un roce
sacudido de una vieja chaqueta,
un beso escapado de algún abrazo
huidizo,
una sonrisa en busca y captura.
Esperaba la esperanza el regocijo
como una niña espera su muñeca
o un anciano la cometa del sol.
Pero allí no había nada
quizás acaso, alguna triste
despedida.
Una piedra, una cuerda,
de algún suicida rajado y
temeroso;
una herida de hilvanes descosidos,
una ausencia viva en las
entrañas,
gaviotas peligrosamente unidas.
Allí no había nada que oliera a
primavera,
sólo estaba la niebla cubriendo
los vacíos,
sólo estaban las ondas
desahuciadas del mar,
sólo estaba la pena, triste y
sola,
aguardando su abrazo,
sólo estaba la angustia a golpe
de teléfono
llamándola insistente,
sólo estaba el coro mudo de los
desesperados,
los abandonados, los pobres,
clamando su nombre.
Bajó, bajó un día la esperanza, a
la orilla del río,
a cantar a sus aguas.
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