Cuando
acaba el día, a las doce de la noche
o a las
veinticuatro horas, allá, en la cima del día,
soy
expulsada como una cenicienta
del
reino de los suelos
y
entonces acudo al de los sueños
donde
me esperan.
En la
cima del día descansan mis huesos,
es un
momento de silencio y oscuridad
y
soledades solas;
pero no
tengo miedo, porque todavía
puedo
encender una vela
con la
punta de una estrella
y
perfumar mi almohada
con los
cabellos floridos de las hadas.
Entonces
me hago un ovillo, en esa
placenta
de tejidos familiares
con
sábanas con nombre y apellidos
y
edredón de retazos de novia.
¡No! no
tengo miedo a los diablos de la noche
y si lo
tuviera, que no lo tengo,
me
bastaría con dejar pasar a los buenos momentos
que
repican gozosos en la aldaba de mis párpados.
Y
agradezco, agradezco sinceramente al viento
que
toda el arpa en mis persianas,
a la
lluvia en mi terraza, que moja mi cara
cuando
me chamusca el amor
y al
niño recién nacido del piso de abajo,
que no
para de llorar y nos humedece a todos
las
raíces secas de la ternura.
En la
cima del día me despido del ordenador, del teléfono,
de la
cesta de la compra, de la visita al médico,
de la
puerta que rechina ella sola su risa diabólica.
Encima
de mi cama, hay un retrato,
la cara
del retrato tiene los ojos como la miel
y yo
los beso siempre a las doce de la noche
o a las
veinticuatro horas, para soñar con ellos,
en la
cima del día, donde me acuesto.
Buenas
noches a todos y hasta mañana.
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